Entre pucheros y ecuaciones anda Dios

Einstein y Lemaître juntos en California en 1933.
Fecha de publicación
Autor/es
Enrique
Joven Álvarez
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El padre del Big Bang, Georges Lemaître, fue también sacerdote además de un formidable matemático

Sabido es que ciencia y religión nunca han mezclado demasiado bien. Hubo un tiempo, ya lejano, en el que conciliar ambos términos era no sólo recomendable, sino casi obligatorio. Y, si no, que le pregunten a las cenizas de Giordano Bruno o a su compatriota Galileo, conminado muy a su pesar a recolocar la Tierra en el centro del Universo cuando ésta ya había encontrado su lugar. Si los católicos lo pasaban mal, mejor no les iba a los protestantes y así, Kepler, coetáneo de los anteriores, a punto estuvo de ver a su madre arder en la hoguera igual que al fantasioso de Bruno por su supuesta brujería.

Sin embargo, no siempre los prejuicios circulan en el mismo sentido. Incluso en tiempos más recientes.

Tal vez un ejemplo de ello sea el físico y matemático belga Georges Lemaître. Apenas un cráter en la Luna y el nombre de un vehículo espacial de la ESA –el ATV5, ya igualmente convertido en cenizas– nos lo recuerdan. Y eso que estamos hablando del hombre que se atrevió a corregir –educadamente, eso sí– al mismísimo Albert Einstein, prediciendo lo que más tarde Edwin Hubble comprobaría con los telescopios de Monte Wilson: la expansión del Universo. Lo que hoy todos conocemos como el Big Bang.

Lemaître nació en Charleroi (Bélgica) en 1894. Apasionado por las ciencias y la ingeniería, tuvo que interrumpir sus estudios con veinte años para defender a su país, inmerso en la Primera Guerra Mundial, siendo incluso condecorado como oficial de artillería. No debió de gustarle nada lo que allí vivió y, horrorizado, decidió tomar los hábitos y ordenarse sacerdote. Corría el año 1923. Pero Lemaître no abandonó su primera vocación. Su formación académica en física y matemáticas fue formidable, comenzando por su paso por la Universidad de Cambridge y terminando con su doctorado en el todavía mítico MIT estadounidense, institución en la que se doctoraría.

Poco después –en el año 1927– publicaría en una revista local el esbozo de su modelo de universo. Partiendo de los postulados de Einstein –un cosmos estático de masa constante– llega a un resultado totalmente diferente: el radio del universo tenía que crecer de forma continua para ser estable. Al enterarse, el genio alemán rechaza la idea con virulencia: «Sus cálculos son correctos, pero el modelo físico es atroz.» Y eso que Lemaître siempre haría uso de la famosa constante cosmológica inventada por el propio Einstein, de la que más tarde el alemán renegaría con mayor vehemencia incluso que la utilizada por Galileo para escapar de la pira purificadora. En 1931 su trabajo alcanza las páginas de Nature, y en él se detalla su teoría completa del ‘átomo primigenio’ o ‘huevo cósmico’, derivándose de entre sus líneas lo que luego daría en llamarse exclusivamente Ley de… Hubble.

Einstein y Lemaître coincidirían en varias ocasiones. Einstein, agnóstico, recelaba del curita belga, puesto que su modelo cosmológico lógicamente arrastraba a un origen ¿divino? en el espacio-tiempo, y eso no le gustaba ni a él ni a muchos astrofísicos. Pero lo admiraba. En una ocasión, durante una estancia en Bruselas y disertando ante un erudito auditorio, Einstein espetó: «Supongo que no habrán entendido nada, a excepción claro está del abate Lemaître.» En territorio comanche, juntos en Princeton, Einstein también dejaría caer al oír “predicar” a su colega belga que: «Ésta (por Lemaître) es la más hermosa explicación de la Creación que nunca haya escuchado.» Otra cosa es que hablara realmente en serio.

Como es natural, la fama de Lemaître no tardó en llegar al Vaticano. A pesar de los despectivos intentos del tan brillante como lenguaraz Fred Hoyle y los seguidores de la teoría del universo estacionario –el mismo Hoyle, durante un programa de radio de la BBC, bautizaría con bastante mala intención la teoría de Lemaître como Big Bang en 1949–, el modelo de universo en permanente expansión era imparable. Georges Lemaître ocuparía durante su vida distintos cargos en la Academia Pontificia de las Ciencias, siendo asesor personal del papa Pío XII. Y éste no quería dejar pasar semejante oportunidad. Si el Universo tiene 13.700 millones de años, ¿importaría mucho que se creara en los 7 días bíblicos o en poco más de 10-35 segundos? Con gran pesar de Pío XII –que, curiosamente, fue elogiado por Einstein en su defensa de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial–, Lemaître huyó de explotar la ciencia en beneficio de la religión. Suyas son las palabras: —«El científico cristiano tiene los mismos medios que su colega no creyente. También tiene la misma libertad de espíritu, al menos si la idea que se hace de las verdades religiosas está a la altura de su formación científica. Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también que Dios no sustituye a sus criaturas. Nunca se podrá reducir el Ser Supremo a una hipótesis científica. Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe». Tras escuchar a Lemaître, el prudente Pío XII abandonó la idea de hacer del Big Bang un dogma de fe.

Georges Lemaître falleció en 1966, sólo dos años después del hallazgo irrefutable de la radiación del fondo de microondas, el eco proveniente del origen del Universo, de su Big Bang. Quizá su nombre pintado en la chapa de un carguero espacial no haga justicia suficiente a una mente —creyente o no— divina.

Este artículo ha sido publicado en la versión digital del periódico El País/Materia con fecha 1 de octubre de 2015: http://elpais.com/elpais/2015/10/01/ciencia/1443683295_903407.html